Si
en algo podemos estar de acuerdo es que la política, en sí misma, debe
sustanciar su desarrollo en la necesidad de consensuar diversas ideas,
opiniones y convicciones para resolver los problemas cotidianos de los
ciudadanos, en pro de garantizar el bien común. En otras palabras, es
fundamental, para hacer de la política una herramienta efectiva, donde las
distintas maneras de entender al mundo encuentren su punto de equilibrio,
contar con la capacidad de comunicarse con el otro, de dirimir las diferencias
mediante la palabra; de dialogar.
Es precisamente la posibilidad de comunicación y de organización aquello que, a diferencia de los minerales y los vegetales, nos hace animales políticos, tal como lo definía Aristóteles muy acertadamente. Ahora bien, cuando nos referimos al diálogo, debemos mencionar igualmente, un factor transversal que debe estar presente en los que trabajan por el prójimo a través de la política, esto es, la ética de sus actores a la hora de defender posiciones, asumir compromisos, argumentar ideas o debatir con sus adversarios.
La
ética en política es equivalente a la ética en cualquier otra ciencia social o
natural. Tan peligroso es un medico capaz de mercantilizar su profesión o
violar su juramento hipocrático, como un funcionario o gobernante que hace de
su oficio un trampolín para enriquecerse en detrimento del erario nacional o
del pueblo que depositó su confianza en él. Es la ética la que otorga
credibilidad y confianza en aquello que pueda decir o hacer un actor político;
cuando existe ética la política es vocación y no obligación.
En
ese sentido, al momento de evaluar la situación de alta conflictividad que se
vive en Venezuela, donde se hace casi imposible encontrar un espacio de
entendimiento, consenso y negociación entre las partes en disputa, resalta sin
duda, la credibilidad y la confianza que puede ofrecerse desde un sector hacia
el otro, al momento de dialogar para solventar de manera definitiva la crisis
que actualmente atravesamos. Es sumamente complejo tender la mano a quien
históricamente ha violado los acuerdos y las reglas mínimas del juego
democrático, demostrando carecer de esa ética política garante de la sensatez
necesaria para sustentar cualquier argumento que se pretenda esgrimir. Digo
esto porque existen, a mi parecer, una serie de condiciones sine qua non para asumir un diálogo
sincero y productivo que brinde a todos los venezolanos la esperanza de una
voluntad compartida por sus líderes y representantes, que pueda transformar la realidad, encaminando al
país hacia su plena estabilidad social, económica y política.
Una
de esas condiciones es la necesidad de reconocer al otro; no es posible
mantener un diálogo con alguien que subestima, desconoce o irrespeta la figura
de su interlocutor, desde el momento en que eso ocurre, estamos en presencia de
un asunto estéril.
Otra
condición axiomática para establecer un diálogo sensato es la confianza y la
credibilidad entre las partes. Estos factores desde mi perspectiva, representan
las garantías que desde ambos lados se pueden ofrecer para blindar un proceso
de negociación contra retóricas, engaños y falsas promesas; las cuales se
encuentran por doquier a la hora de hacer política demagógica. Cuando leemos
las sagradas escrituras encontramos en Jeremías 17 que nuestro señor ha dicho “Maldito el hombre que confía en otro hombre;
que finca su fuerza en un ser humano, y aparta de mí su corazón” podríamos
interpretar que sólo Dios es digno de nuestra confianza y que depositarla en
cualquier otro sería un pecado imperdonable, sin embargo, considero muy cuesta
arriba entablar una conversación, que pretenda arrojar acuerdos y puntos en
común, sin que la confianza entre los participantes esté presente.
El
pensador británico John
Langshaw Austin, en uno de sus
tratados sobre filosofía del lenguaje, titulado ¿Cómo hacer cosas con palabras?
establece lo delicado de asumir compromisos cuando se está dialogando; claro
está que las palabras deben ser dichas “con seriedad” y tomadas de la misma
manera, pero Austin afirma que de ahí hay un solo paso a creer, o dar por
sentado, que en muchas circunstancias la expresión externa es una descripción,
verdadera o falsa, del acaecimiento del acto interno. Es decir: “mi lengua lo
juró, pero no lo juró mi corazón” (o mi mente u otro protagonista oculto) así,
“te prometo…”, me obliga: registra mi adopción material de una atadura
espiritual.
Contextualizando
a la situación actual de Venezuela, donde ha surgido la posibilidad de
establecer una mesa para el diálogo entre oposición y gobierno, la atadura
espiritual de la que habla Austin, al momento de jurar cumplir con algo, debe
ser equivalente con la ética y la mesura de los actores políticos una vez
planteados los acuerdos que resulten del diálogo, es decir, honrar los
compromisos con acciones y voluntades reales que materialicen la intención de
beneficiar al pueblo en general más allá de las posturas políticas, sin
retorica ni demagogias.
Sin
embargo, a pesar de todo, aun sabiendo lo
difícil que es hacer justicia a quien nos ha ofendido como afirmo Bolívar, los
nuevos tiempos nos obligan a buscar un punto de equilibrio donde la
gobernabilidad no se vea afectada por las disputas políticas, donde el
bienestar común sea el principal incentivo para sacrificar los egos
pendencieros, donde la condición de patria libre y soberana soslaye cualquier
interés que vulnere nuestros principios o nuestra dignidad como pueblo.
Creo
posible, necesario y hasta obligatorio el hecho de sentarse y agendar un plan
de convivencia política y ciudadana, donde la tolerancia entre hermanos y la
gobernabilidad se restablezcan, haciendo de la política un instrumento
conciliador que materialice nuestra democracia. Necesario es dialogar;
garantizando eso sí, el respeto a la constitución, a las normas, a la
autodeterminación y libertad para dirimir nuestras diferencias sin tutelajes
injerencistas, reconociendo y respetando
a los que difieren de nuestras visiones, con la ética política necesaria para que las
palabras empeñadas estén atadas a los actos que las secunden.
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