sábado, 29 de julio de 2017

DIÁLOGO ÉTICO

Si en algo podemos estar de acuerdo es que la política, en sí misma, debe sustanciar su desarrollo en la necesidad de consensuar diversas ideas, opiniones y convicciones para resolver los problemas cotidianos de los ciudadanos, en pro de garantizar el bien común. En otras palabras, es fundamental, para hacer de la política una herramienta efectiva, donde las distintas maneras de entender al mundo encuentren su punto de equilibrio, contar con la capacidad de comunicarse con el otro, de dirimir las diferencias mediante la palabra; de dialogar.

Es precisamente la posibilidad de comunicación y de organización aquello que, a diferencia de los minerales y los vegetales, nos hace animales políticos, tal como lo definía Aristóteles muy acertadamente. Ahora bien, cuando nos referimos al diálogo, debemos mencionar igualmente, un factor transversal que debe estar presente en los que trabajan por el prójimo a través de la política, esto es, la ética de sus actores a la hora de defender posiciones, asumir compromisos, argumentar ideas o debatir con sus adversarios.
La ética en política es equivalente a la ética en cualquier otra ciencia social o natural. Tan peligroso es un medico capaz de mercantilizar su profesión o violar su juramento hipocrático, como un funcionario o gobernante que hace de su oficio un trampolín para enriquecerse en detrimento del erario nacional o del pueblo que depositó su confianza en él. Es la ética la que otorga credibilidad y confianza en aquello que pueda decir o hacer un actor político; cuando existe ética la política es vocación y no obligación.

En ese sentido, al momento de evaluar la situación de alta conflictividad que se vive en Venezuela, donde se hace casi imposible encontrar un espacio de entendimiento, consenso y negociación entre las partes en disputa, resalta sin duda, la credibilidad y la confianza que puede ofrecerse desde un sector hacia el otro, al momento de dialogar para solventar de manera definitiva la crisis que actualmente atravesamos. Es sumamente complejo tender la mano a quien históricamente ha violado los acuerdos y las reglas mínimas del juego democrático, demostrando carecer de esa ética política garante de la sensatez necesaria para sustentar cualquier argumento que se pretenda esgrimir. Digo esto porque existen, a mi parecer, una serie de condiciones sine qua non para asumir un diálogo sincero y productivo que brinde a todos los venezolanos la esperanza de una voluntad compartida por sus líderes y representantes, que  pueda transformar la realidad, encaminando al país hacia su plena estabilidad social, económica y política.

Una de esas condiciones es la necesidad de reconocer al otro; no es posible mantener un diálogo con alguien que subestima, desconoce o irrespeta la figura de su interlocutor, desde el momento en que eso ocurre, estamos en presencia de un asunto estéril.

Otra condición axiomática para establecer un diálogo sensato es la confianza y la credibilidad entre las partes. Estos factores desde mi perspectiva, representan las garantías que desde ambos lados se pueden ofrecer para blindar un proceso de negociación contra retóricas, engaños y falsas promesas; las cuales se encuentran por doquier a la hora de hacer política demagógica. Cuando leemos las sagradas escrituras encontramos en Jeremías 17 que nuestro señor ha dicho “Maldito el hombre que confía en otro hombre; que finca su fuerza en un ser humano, y aparta de mí su corazón” podríamos interpretar que sólo Dios es digno de nuestra confianza y que depositarla en cualquier otro sería un pecado imperdonable, sin embargo, considero muy cuesta arriba entablar una conversación, que pretenda arrojar acuerdos y puntos en común, sin que la confianza entre los participantes esté presente.
El pensador británico John Langshaw Austin, en uno de sus tratados sobre filosofía del lenguaje, titulado ¿Cómo hacer cosas con palabras? establece lo delicado de asumir compromisos cuando se está dialogando; claro está que las palabras deben ser dichas “con seriedad” y tomadas de la misma manera, pero Austin afirma que de ahí hay un solo paso a creer, o dar por sentado, que en muchas circunstancias la expresión externa es una descripción, verdadera o falsa, del acaecimiento del acto interno. Es decir: “mi lengua lo juró, pero no lo juró mi corazón” (o mi mente u otro protagonista oculto) así, “te prometo…”, me obliga: registra mi adopción material de una atadura espiritual.

Contextualizando a la situación actual de Venezuela, donde ha surgido la posibilidad de establecer una mesa para el diálogo entre oposición y gobierno, la atadura espiritual de la que habla Austin, al momento de jurar cumplir con algo, debe ser equivalente con la ética y la mesura de los actores políticos una vez planteados los acuerdos que resulten del diálogo, es decir, honrar los compromisos con acciones y voluntades reales que materialicen la intención de beneficiar al pueblo en general más allá de las posturas políticas, sin retorica ni demagogias.

Sin embargo, a pesar de todo, aun sabiendo lo difícil que es hacer justicia a quien nos ha ofendido como afirmo Bolívar, los nuevos tiempos nos obligan a buscar un punto de equilibrio donde la gobernabilidad no se vea afectada por las disputas políticas, donde el bienestar común sea el principal incentivo para sacrificar los egos pendencieros, donde la condición de patria libre y soberana soslaye cualquier interés que vulnere nuestros principios o nuestra dignidad como pueblo.

Creo posible, necesario y hasta obligatorio el hecho de sentarse y agendar un plan de convivencia política y ciudadana, donde la tolerancia entre hermanos y la gobernabilidad se restablezcan, haciendo de la política un instrumento conciliador que materialice nuestra democracia. Necesario es dialogar; garantizando eso sí, el respeto a la constitución, a las normas, a la autodeterminación y libertad para dirimir nuestras diferencias sin tutelajes injerencistas,  reconociendo y respetando a los que difieren de nuestras visiones, con la ética política necesaria para que las palabras empeñadas estén atadas a los actos que las secunden.


lunes, 30 de mayo de 2016

La Igualdad en la historia del pensamiento humano




Desde el punto de vista etimológico el término Igualdad proviene del latín aequalitas (de aequi, igual), y es “Conformidad de algo con otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad” En matemáticas, es “equivalencia de dos cantidades o expresiones”. “Cualidad de igual. Circunstancia de ser iguales las cosas. Circunstancia de ser tratadas de la misma manera las personas de todas las categorías sociales. Equidad.” Igual incluye la acepción que está en la base del sentido que nos interesa “de la misma clase o condición”, y un sinónimo parcial: “par” (DRAE).

De la misma raíz etimológica proviene “equidad”: “igualdad de ánimo”, “justicia natural, “disposición de ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece.
En este punto se hace necesario aclarar que una palabra en si misma puede ser definida simplemente por un diccionario o un glosario, sin embargo, cuando contextualizamos esa palabra en un tiempo y espacio determinado, así como, en teoría o un lenguaje  político, económico sociológico o filosófico, su significado adquiere de inmediato un matiz que puede llegar a contemplar diferencias estructurales entre los distintos usos que se le dan. Siendo así, nuestro enfoque sobre la palabra Igualdad, trataremos de delimitarlo al pensamiento político; procurando comprender, al mismo tiempo, su fibra filosófica y su fibra teórica.

Ya Aristóteles, muy influenciado por Platón, mencionaba el término en los tratados filosóficos que adelantaba en el 335 a.C aproximadamente, cuando consideraba al ser humano de por sí: libre y desigual, rechazando la posibilidad de participación de las mujeres y  los esclavos en la polis. Además, distinguiendo entre los iguales (los ciudadanos de la polis) un grado de diferencia en el estatus del gobierno de la polis: la virtud.

Aristóteles comprendía al hombre como un ser desigual y libre al mismo tiempo en su estado natural, se centraba en la normal desigualdad que debe existir por la diferencia que hay entre los individuos virtuosos y los no virtuosos, sin embargo, entre los iguales como ciudadanos, tanto los virtuosos como los que no, tenían el mismo derecho de participar en la polis, ya que Aristóteles al fin y al cabo, solo define el modo  de gobernar la polis, considerando, a su juicio, que los virtuosos y más capaces son los más aptos para gobernar.

Pero el punto más relevante se encuentra en la necesidad de generar igualdad en la polis (entre los iguales, los ciudadanos) y este asunto lo desarrolla bajo la necesidad de la igualdad en la participación, la igualdad para acatar las leyes y las normas de la polis, la igualdad para la disposición del disfrute de los placeres, la igualdad en la posibilidad de acceder a los cargos públicos, la igualdad en el sentido estricto de la palabra.

Más adelante, otro gigante de la filosofía; Tomas Hobbes, como amante de la razón y el orden, definió al hombre como meramente deseo, siendo esto lo que determina y genera la voluntad. Hobbes rompe con la tradición aristotélica, renuncia al ideal metafísico y sustituye al hombre aristotélico por un hombre racional, un hombre liberado de la moral y la virtud. En el estado natural, desde su pensamiento, Hobbes lo cimenta basándose en qué el hombre está tan sometido a su necesidad biológica que no piensa realmente en restringirse moralmente.

Hobbes afirma que el hombre nace igual y libre, pero no en derechos sino igual en capacidad, algo totalmente novedoso que también rompe con la visión aristotélica que considera a los hombres desiguales por naturaleza.
De Hobbes, que ubicó al hombre subordinado a los derechos naturales y no a leyes metafísicas como hace Aristóteles; debe entenderse que la primera concepción diferenciada es la igualdad innata, definida como ausencia de desigualdad a la hora de poder ejecutar todo deseo de voluntad en el hombre natural. El hombre es diferente pero esta diferencia no genera desigualdad a priori, todos tienen la misma oportunidad de poder ejecutar sus deseos, ya que la diferencia no es equivalente a la desigualdad.

La igualdad de oportunidades en este principio rector de la filosofía Hobbesiana, se halla en la forma natural del ser. El estado de naturaleza es un estado de igualdad y libertad “donde cada uno tiene derecho natural a hacer cuanto desee; su derecho se mide por su poder.”

Si nos basamos en la concepción aristotélica adoptada por el pensamiento de otro contemporáneo de Hobbes, Jean Jacques Rousseau, el hombre realmente no es igual, no parte de una igualdad de oportunidades. La desigualdad sin embargo, no se encuentra en lo innato del hombre, se encuentra en el contexto en el que nace y vive. De aquí el mayor error de Hobbes en su hipótesis: su fundamentación parte de un hombre cerrado a la interacción y al contexto. La fundamentación de Hobbes es excelente, sin embargo, olvidó que el hombre nace en sociedad, no es un ser aislado, nace bajo un contexto que condiciona una desigualdad que no deriva directamente de la diferencia entre los seres humanos.

Aunque admitiésemos la tesis de que los hombres nacen iguales y libres según la concepción de Hobbes y que las diferencias en los distintos poderes innatos no generan una desigualdad a la hora de poder hacer; si tenemos en cuenta que los hombres no tienen por qué nacer en condiciones y contextos iguales deberíamos replantearnos si efectivamente el hombre parte de una igualdad de oportunidades. De no ser así, y la diferencia de contexto constituyera una desigualdad innata que no depende de la igualdad real entre seres humanos, la teoría de Hobbes carecería de todo sentido.

Entonces deberíamos volver a la idea de polis de Aristóteles, en que los hombres necesitan de igualdad para poder formarse de manera diferente en función de su virtud, o como en la noción de Hobbes, en función de la habilidad para utilizar los poderes innatos para la adquisición de poder adquirido, lo que se llamaría autoridad o jerarquía dentro de una sociedad organizada. Pues los hombres que nacen libres y desiguales, necesitan del  pacto o contrato social para que el soberano les otorgue la igualdad necesaria, y así cumplir con el principio de igualdad de oportunidades, que presupone Hobbes, pudiendo entonces desarrollar cada uno una forma vida diferente de acuerdo a su voluntad de deseo.
Sin duda, pensamientos radicalmente contrarios donde es posible encontrar puntos tanto de afinidad como de discordancia.

La igualdad desde el Cristianismo

La Igualdad fue identificada y ubicada como uno de los principales valores humanos, cuya práctica y procura debe signar el ejercicio de quienes se consideren pueblo de Dios.  El cristianismo fue, precisamente, la religión que proclamó, por primera vez en la historia, la igualdad del género humano. Desde sus comienzos hasta hoy, la Iglesia como institución ha luchado contra todo lo que, en las distintas épocas, constituía y constituye el desconocimiento o ataque a tal principio; ya sea la esclavitud, la desigualdad de derechos, discriminaciones y, todo aquello que, en teoría, plantease situación de desigualdad o, en la práctica, la implicase. León XIII pone de manifiesto esta constante cuando dice: la Iglesia, «maestra legítima de la moral evangélica, no sólo es consoladora y salvadora de las almas, sino, además, fuente perenne de justicia y caridad como también propagadora y tutora de la única libertad y de la única igualdad posible» (Annum ingressi, 19). Para el Cristianismo como teoría, la igualdad del género humano nace tanto del orden natural como del sobrenatural. Del orden natural, entendiendo, según León XIII que todos los hombres han sido creados por el mismo Dios, “Padre común” y del orden sobrenatural, porque todos tienden al mismo fin, que es el mismo Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a los ángeles; además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de Jesucristo y elevados a la dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan unidos, por parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo, primogénito entre muchos hermanos» (ib.).

Llevado a la práctica, este principio de igualdad refiere que todos los hombres participen, sin prohibición alguna, en el bien común Todos los miembros de la comunidad deben participar en el bien común por razón de su propia naturaleza. (Juan XXIII, Pacem in terris, 5), y es igualmente obligación de los gobernantes y líderes de las sociedades, facilitar esta participación, evitando y condenando todo lo que conduzca al establecimiento de desigualdades y ayudando, además, a las débiles para contrarrestar el desnivel que pueda existir respecto a los más poderosos.

Sin embargo, cabe resaltar que, si bien la Iglesia proclama una participación de todos los hijos de Dios en el bien común, determina que tal participación ha de tener diverso grado, según las categorías, méritos y condiciones de cada ciudadano (Juan XXIII, Pacem in terris, 56). Esto representa una constante doctrinal que distingue al pensamiento cristiano de aquellas teorías utópicas que propugnan una igualdad total e integral, y que en definitiva contradicen la natural desigualdad humana.

 La igualdad en el pensamiento y el lenguaje político
Veamos cómo define el Glosario de Términos Políticos Usuales la Igualdad Política:

IGUALDAD POLÍTICA: Este concepto se refiere a las normas de distribución de los valores sociales. No se refiere a la igualdad de las características personales, sino, por ejemplo, a la igualdad de tratamiento: A y B son tratados igual no si ambos reciben igual asignación sino si a ambos se les aplica la misma norma de distribución en forma imparcial. Políticamente hay dos igualdades que tienen especial importancia: la igualdad ante la ley (que es la negación de fueros y privilegios y la compensación de quien no tiene recursos para afrontar su juicio) y la igualdad de oportunidades, que ante la desigualdad de situaciones existenciales, socialmente se resuelve garantizando la más plena oportunidad de acceso a la educación.

Ahora bien, en primer lugar debemos preguntarnos cuál ha sido el papel que ha jugado la desigualdad entre los hombres en las relaciones políticas y qué importancia reviste en cuanto a la determinación de la naturaleza del poder político. Como ya vimos, Aristóteles menciona el caso de individuos que son absolutamente superiores a otros y a quienes debe prestarse obediencia porque en ellos hay una ley. Igualmente  pone gran cuidado en advertir que tal excepcionalidad está totalmente fuera de lo común, siendo lo normal la situación contraria, es decir, que los hombres vivan en condiciones de igualdad aproximada, puesto que la polis es una asociación de hombres libres y no de esclavos y señores, y “debe tender a estar compuesta por elementos que sean iguales y homogéneos entre sí lo más posible”. En tal sentido, el concepto de ciudadanía está ligado, también en Aristóteles, al de igualdad, excepto en el caso antes mencionado: “Son ciudadanos, en el sentido usual del término, todos los que en la vida ciudadana tienen, a la vez, condiciones para mandar y obedecer”.

De esta “igualdad” no sólo quedan excluidos de la dignidad de ciudadanos los esclavos, sino todos los que realizan trabajos serviles y artesanales que proveen a la polis de los productos básicos necesarios para su desenvolvimiento.

Siendo esto así, los fundamentos doctrinarios que habrían de dominar en el pensamiento político occidental no serían los Aristotélicos, sino otros radicalmente distintos, que, en total antítesis con aquella doctrina de “desigualdad natural”, afirmarían la “igualdad natural” de todos los hombres. De tal manera que, no encontraríamos en toda la teoría política un cambio tan extraordinario y tan sistémico como el que se produce de la tesis aristotélica a la actitud filosófica posterior, encarnada por Cicerón y Séneca. De ahí proviene la teoría de la igualdad natural y sobre la naturaleza humana y la sociedad que encontró su expresión más icónica en el lema de la Revolución francesa: Libertad, Igualdad y Fraternidad.

Con respecto a la igualdad, cuesta creer que haya dado espacio a tantas discusiones y debates teóricos, pues debería ser obvio que se trata de un principio no empírico, ni que puede confirmarse apelando a los hechos. Si algo nos ha demostrado el devenir de la historia  es que los hombres no son iguales, sino desiguales, y que también lo son en la esfera política, donde unos mandan y otros obedecen, unos tienen poder y otros no. Lo que hay que puntualizar es algo tan simple como que el principio de igualdad entre los hombres referido a la esfera política, no es una proposición descriptiva, sino normativa, es decir, una afirmación acerca de una regla a adoptar y una dirección a seguir, no acerca del estado de cosas existentes.

El principio de igualdad no es afirmación de un hecho, sino expresión de una elección, reivindicación de un valor que se remonta a los orígenes de nuestra civilización y del que no podemos renegar sin renunciar a ser nosotros mismos. Fue precisamente la Revolución Francesa, el momento que marco un punto de inflexión, a partir del cual el concepto de igualdad entraría en vigor como elemento constitutivo de la política. Comenzando por sus enunciados en los Derechos Del Hombre Y Del Ciudadano De 1789

“Art. 1º. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales no pueden estar fundadas sino sobre la utilidad común. (...)”
El ser se declara. La palabra dice lo que es. No hay sustentos argumentales. Libertad e igualdad son afirmaciones originarias de un mito. La palabra decreta, crea. Más que llegar a ser por la ley, la igualdad es ley; es la constitución de una sociedad. Así adquiere eficacia histórica y, de esa forma, pesa en los cambios fácticos. Aunque lo que diga no sea real, tiene sentido e influye en la historia y su desarrollo.

Con la declaración de 1789, La igualdad ya no es respecto al modo humano natural de vivir, sino respecto a los derechos del hombre; es decir, supone vida en sociedad, con derechos, no sólo naturaleza. Para el filósofo y profesor argentino Mauricio Langón en su trabajo denominado Igualdad, esta Declaración, es un cambio de las concepciones anteriores: la igualdad ya no se inserta en la dicotomía estado natural / estado de sociedad. Se es humano en derechos. Si hay distinciones (no desigualdades), éstas sí deben fundarse, y en razones de utilidad común. Donde de hecho no hay igualdad, no hay derecho. Las leyes deben partir del reconocimiento de la igualdad entre los hombres como derecho, ahí donde de hecho no hay igualdad. No restituyen igualdades perdidas: deslegitiman toda desigualdad. Pero es conflictiva la introducción del concepto de distinción, que entra en conflicto con la igualdad.

Por ahí entrarán luego tensiones de la igualdad entre los seres humanos con la diversidad entre los mismos, que pueden confundirse con desigualdad. La noción de igualdad se desliza hacia las de indiferencia, homogeneidad y otras, que degradan el concepto. O implican su abandono, o lo difuminan en otros más blandos (equidad), o introducen gradaciones que lo niegan (hablar, por ejemplo, de mayor o menor igualdad o desigualdad). Pero igualdad no remite a una sustancia: es (y sólo puede ser) determinada relación entre dos o más cosas o aspectos. Se da o no se da. La igualdad no puede cuantificarse: son las cantidades que son o no iguales.

La Declaración (1789) dice cómo debe ser la ley. La igualdad se traduce en ésta como mismidad o identidad, donde no hay relación sino autorreferencia. Si quedaba expreso en el artículo 1º que los hombres son iguales en derechos, ahora, los ojos de la ley redefinen la igualdad sólo para los ciudadanos. La Declaración cierra el círculo: crea hombres que son iguales en derechos –no en tanto naturalmente hombres, sino en tanto políticamente ciudadanos- y crea un derecho (una ley) que debe ser (ya que fácticamente no lo es) la misma para los ciudadanos iguales en derechos; incluso el de hacer la ley que los ve como iguales.

De esta manera, la igualdad natural de todos los hombres no anula ni puede anular las desigualdades personales, en primer lugar, porque debe ser respetada la condición humana, que no se puede igualar en la sociedad civil lo alto con lo bajo. Hay, en efecto, por naturaleza entre los hombres muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, ni la habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna.

Todo esto en correlación perfecta con los usos y necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, ya que la vida en común precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al desempeño de los cuales se sienten impelidos los hombres, más que nada, por la diferente posición social de cada uno. El Profesor Langón afirma que el concepto de igualdad en la Declaración de 1789, no puede ocultar su origen teológico, y que esta “se las arregla para recuperar la trinidad básica, pero por la vía de presentar la fraternidad, que choca tanto con el individualismo de la libertad, como con la insuficiencia de la mera igualdad para constituir sociedades humanas, como un deber (no como un derecho) que complementa “afectivamente” el mero cálculo de la igualdad”.

Al no existir una intervención de los gobernantes, a través de la ley, que modere las injusticias surgidas de las distintas capacidades y poderes de individuos y grupos, a la luz de la doctrina social, todas aquellas teorías que, bajo uno u otro nombre, proclaman una igualdad que degenera en una nivelación mecánica, en una uniformidad monocroma será invalida e inaplicable en la dinámica política.

La Revolución Francesa tuvo como una de sus consecuencias que la cuestión social se situara, por vez primera, en el esquema político de entonces, no sólo como problema moral, sino como tema práctico reincidente que representaba un conflicto real y amenazador entre los ricos y los pobres, entre los propietarios y los no propietarios, entre las clases privilegiadas de la antigua sociedad y los no privilegiados del “Tercer Estado”. En la Revolución Francesa los campesinos consiguieron la tierra y la liberación de las reivindicaciones feudales. Los obreros, sirvientes y artesanos de las ciudades no obtuvieron ventajas económicas. En 1793 la Constitución proclamada les garantizó los derechos políticos, pero ésta nunca llegó a aplicarse. Los pobres de las ciudades pasaron a engrosar las filas de los grupos más violentos y radicales, combinando y agudizando el reclamo de los derechos del ciudadano con las exigencias de trabajo, respeto, igualdad y pan.

Considero prudente mencionar el movimiento posterior a la revolución  Francesa conocido como La Conspiración de los Iguales que representó según algunos autores “el primer movimiento socialista del pueblo”. Sus ideas de comunismo y de igualdad social habían sido tomadas de Mably (1709-1785) y de otros filósofos utopistas del siglo XVIII. Lo novedoso era la transformación de estas ideas utópicas en una forma de movimiento social que aspiraba al cambio inmediato de la sociedad existente y de sus instituciones, tanto económicas como políticas. Fue un movimiento minoritario, que alcanzó a dirigir a sólo una parte de los tantos que habían descontentos. Fue una conspiración de pocos y no un movimiento de masas; trató de ganarse a los disgustos generados por el hambre y la carestía que signaron el período posterior a la caída de los jacobinos.

La igualdad en la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948)

A diferencia de la Declaración que le sirve de base (1789), ésta se da en la esfera internacional, que se pretende Universal, y habla de Derechos Humanos (haciendo menos abstracta la fórmula y sin distinguir derechos ciudadanos). Esto le aportó una considerable fuerza moral y gran difusión en el escenario mundial. Sin embargo, su potencial transformador de la realidad no tuvo el impacto constituyente e inmediato de la de 1789. Se fue extendiendo paulatinamente, impactando en la conciencia y el pensamiento de la humanidad y originando varias generaciones de Derechos. Ha inspirado el modo de pensar y la producción de leyes en gran parte del mundo.  Y en la actualidad sigue arrastrando tensiones de origen y generando otras en su camino.

Comprendiendo la Igualdad

Si hacemos el esfuerzo de extraer la igualdad de su uso dogmático y, a veces,  inorgánico en los modelos sistemáticos estudiados, y procuramos entender cómo opera a fin de tenerla en cuenta frente a nuestros problemas actuales, la igualdad ya no aparecería como un principio teórico, sino como un “artilugio”, como un producto humano que podría ser un instrumento práctico, pero considerando que la lengua misma es un sistema, una atmósfera en la que vivimos y nos relacionamos; que nos constituye, más que una herramienta que podríamos manejar a nuestro placer; y tomando en cuenta la historia de la palabra incidir efectivamente en los cambios políticos estructurales que la sociedad demanda. Para Norberto Bobbio (un filósofo igualitarista sin duda) prácticamente todos los enfoques referidos al debate ético de las condiciones sociales han defendido alguna clase de igualdad, con lo cual se puede inferir que todos son igualitarios en algún sentido y que la afirmación por la igualdad en realidad no dice nada por sí misma, asimismo sostiene que cada enfoque tiene su propia interpretación de lo que considera la igualdad basal, la igualdad de alguna característica individual que se toma como básica para esa particular concepción de la justicia social.

A la vez, invariablemente, mientras se resalta la igualdad en un aspecto se la niega en otros, porque las demandas de igualdad en los diferentes espacios tienen a oponerse entre ellas y, a veces, hasta resultan incompatibles o implican aceptar desigualdades en lo que se entiende como escenarios periféricos. Y, sumado a ello, defender la completa igualdad en todos los aspectos es imposible e irrelevante; ya que la diversidad humana en todos los sentidos hace que intentar referirnos a la igualdad absoluta sea una pérdida de tiempo. Del mismo modo, no se puede analizar la cuestión de la igualdad identificando aquellos autores que están a favor y aquellos que están en contra, porque ello implicaría sacrificar el aspecto central de la cuestión haciendo interminable el análisis.

Siguiendo con Langón, éste nos invita a desconfiar de los conceptos que no hemos creado nosotros mismos. Igualdad dice que dos o más cosas no difieren en cierto aspecto. En relación a lo humano dice que dos o más personas no difieren (por ejemplo, en dignidad y en derechos). Cuando esto ocurre entre algunos humanos, se dice que son iguales o pares; supone que se reconocen entre sí como iguales. Cuando es preciso que alguno de ellos sea distinguido de los demás eso no rompe la solidaridad o fraternidad que sostiene la igualdad básica, y se puede expresar en fórmulas como: “primus inter pares”. Esa solidaridad o fraternidad, según Langón, no se rompe tampoco cuando, en su interior se desarrollan complejas organizaciones jerárquicas y fuertes luchas de poder entre iguales. 

La igualdad, afirma el profesor, se sostiene en fraternidad. En la historia occidental esto ha ocurrido con los grupos dominantes, cuya fuerza reside en esa fraternidad que, a la vez que pone como iguales a sus miembros, pone como inferiores a otros que reconocen la superioridad de los primeros. Es la igualdad como cohesión interna de un grupo que goza y ejerce privilegios de los que otros están excluidos. Cuando se hacen fuertes otros grupos que llegan a identificarse en su lucha por mayores cuotas de poder, recurren a la misma idea de igualdad, pero cambiando su sentido al generalizarla para todos. En el específico modo de dominación en que surge, lo que garantizaba la prevalencia de cierta clase social era una diferencia de naturaleza, de nacimiento. De ahí la fuerza fáctica de las Declaraciones de Derechos. Pero esta conceptualización deriva de la que garantizó la prevalencia de determinadas clases y determinada cultura, fundando sus privilegios y derechos sobre los de otros, como superioridad natural y cultural. En este origen de estar al servicio de unos contra otros radican las principales tensiones actuales de la igualdad de todos. Tanto las que tienen que ver con los esfuerzos por su ampliación, como con las luchas por su realización. Porque todos no pueden ser nunca todos para un concepto que implica su contrario, la desigualdad.

Siempre que decimos que todos los hombres son iguales y se nombra ese concepto de igualdad, queda planteado inevitablemente: ¿quiénes son los desiguales entonces? Y ¿quiénes son los excluidos de una verdadera igualdad de dignidad y derechos, aunque se la reconozca expresamente? Problemas que tienden a perpetuarse en todos los niveles de todas las actividades humanas.

Desigualdad de los grupos humanos por ejemplo; la igualdad no fue pensada entre grupos o sociedades sino entre individuos. Aunque originada por grupos visiblemente reconocibles, la igualdad se presenta universalmente como igualdad entre sujetos, independientemente del grupo territorial, cultural, social, económico o político al que pertenezcan. La reivindicación de igualdad (aunque la igualdad es una relación) aparece como reclamo de derechos individuales universales, más allá de cualquier mediación grupal, deslegitimando cualquier ley que no sea universal, o sea, pretendiendo universalizar las particularidades de una cultura dominante. Son tanto prácticas como teóricas, pues el reconocimiento de otras culturas como iguales a la propia, sigue apareciendo como un relativismo inaceptable a los ojos de la cultura en cuyo seno se forjó la idea de igualdad. 

Igualmente en el camino de “reducir” desigualdades, el término mismo se va deformando y se van creando de forma vertiginosa nuevos conceptos distintos de la igualdad, con la que entran irremediablemente en conflicto para sustituirla o negarla en el campo formal o en el teórico. Conceptos como discriminación negativa, paridad o equidad por nombrar solo algunos, invierten el sentido de igualdad con afirmaciones que lejos de fortalecerla, la destruyen. La utilización de estos conceptos para sustituir o reemplazar el de igualdad, preocupan de igual forma, por cuanto desvían en concepciones graduales de la historia que estiman progresos teóricos fácticos, con pretensiones de considerarse paradigmas irrefutables.

En este sentido, una relación de igualdad es, en definitiva, un fin ansiado en la medida que es estimado como justo, y comprendemos lo justo como la vinculación con un orden que hay que establecer o restablecer, con un ideal de armonía de las partes del todo.

Como hemos podido precisar, mediante un estudio que aun deja mucho a la investigación y al debate epistemológico, el termino igualdad representa una deuda histórica que aun persigue la humanidad, y que ha sido asumida bajo distintos enfoques; en algunos casos como bandera a levantar y en otros como blanco para atacar.
Reivindicada la mayoría de las veces, por ser una palabra que “suena bien” y adorna los discursos políticos, la promesa de la igualdad  real  ha pretendido y aun hoy pretende arrastrar masas y convencer incrédulos que, por siglos, han presenciado la destrucción y tergiversación de esta compleja palabra. Y precisamente por su complejidad y amplitud, ha sido tan difícil aplicarla de forma efectiva en los modelos de sociedad que han querido hacerlo.

En este sentido, se hace necesario entender la igualdad no como un valor sino como un hecho, que lo es sólo en la medida en que sea una condición necesaria, aunque no suficiente, de la armonía del todo, del orden de las partes, del equilibrio interno de un sistema que pretende ser justo.
Porque ha sido y es un concepto crítico, motor de justicia e impulsor de utopías necesarias para continuar en la búsqueda del bien común. Y porque un trabajo teórico que lo analizara sistemáticamente, encontraría quizás un aporte magistral que permitiría aplicarla en pro de la verdad y  la justicia.

Hacer concreta y palpable la igualdad, es desplegarla plenamente desde sí misma, desde la capacidad de cada uno y colectiva de potenciarse mutuamente en comunidad de iguales: la afirmación radical de la igualdad de los seres humanos en la construcción de una cohesión social igualitaria.

Reconocer  la igualdad de las culturas (como de las personas) es reconocerlas como iguales en su diversidad. Reconocer la diversidad del otro como igual a la mía, el trato diverso fundado en la igualdad podría ser un camino a recorrer para avanzar en la articulación de una nueva alianza social igualitaria. No simple tolerancia sino alteridad y comprensión; incluso de las radicales diferencias entre iguales, que imploran el mutuo entendimiento.

lunes, 17 de agosto de 2015

La Condiciòn Humana...



La condición humana, texto político-filosófico fundamental para conocer los aportes teóricos de Hannah Arendt con respecto a elementos básicos pero a la vez complejos, desarrollados desde los inicios de la historia por diferentes pensadores con gran importancia y trascendencia en el desarrollo de las ideas y constructos que describen la existencia humana hasta nuestros días y el papel del hombre y de los hombres en la tierra.

De esta manera problematiza con argumentos sólidos la concepción tradicional del comportamiento humano, la manera en que filósofos occidentales como Aristóteles, Platón, Maquiavelo, Hobbes, Rousseau, Locke entre otros, han descrito la acción del ser humano.

En primer lugar desmonta la visión que asimila el comportamiento humano con el comportamiento de la naturaleza, al someterlo a una relación instrumental causa-efecto, donde los hechos o acciones de los hombres son deterministas y predecibles. Arendt se deslinda de toda visión causística, cientificista o “racionalista” de todos los paradigmas filosóficos conocidos por la humanidad y de igual forma transustancia los conceptos y la esencia de las palabras como las conocemos en la actualidad.

Tomando en cuenta el contexto histórico de esta autora, se hace difícil comprender el valor que tuvo al contradecir tesis construidas y fortalecidas en el imaginario colectivo, dejándola desde mi punto de vista como escritora revolucionaria en pensamiento y acción.
Para Arendt la naturaleza es todo aquello que es externo a la conciencia y no ha sido construida por voluntad humana, es así como la visión griega que afirmaba lo natural como una razón cósmica, o la naturaleza como razón de Dios en la época feudal queda desprovista de argumentos sólidos que justifiquen su razón de ser. La autora desarrolla una tesis que contiene varias premisas o categorías; comienza con el enunciado vita activa y condición humana donde la labor, el trabajo y la acción comprenden los tres elementos fundamentales de los hombres durante su existencia y después de ella.

La labor para Arendt es el proceso biológico que inicia con el nacimiento del ser humano, es la actividad que asegura la supervivencia del individuo y de la especie; es el hecho que comienza con la vida y termina con la muerte en este mundo, es decir, para Arendt la labor puede ser “cumplida” por animales y humanos sin diferencia alguna.

El trabajo es la actividad de lo no natural, que no pertenece al ciclo vital, que no muere. Es un mundo de cosas artificiales creadas por el ser humano, es decir, la condición humana de este elemento es la mundanidad, donde el trabajo concede una medida de permanencia más allá de la vida mortal y del tiempo humano.

En tercer lugar y como factor más importante para nuestro objeto de estudio: la política, la acción representa para Arendt la única actividad del hombre que se da sin mediación de cosas o materia, corresponde a la pluralidad que tenemos los hombres que habitamos el mundo en la medida en que todos somos lo mismo; nadie es igual a nadie y por ende no somos predecibles ni respondemos a una relación instrumental de causas y efectos. La acción es la condición sine qua non y per quam de toda la vida política, la misma establece y preserva los cuerpos políticos, permite crear los recuerdos, lo que permanece más allá del tiempo y el espacio.

Estas tres actividades están íntimamente relacionadas con la condición más general de la existencia humana, pero la autora resalta que la acción es la actividad más relacionada con la natalidad, ya que el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, de actuar para crear, innovar, transformar.
 La acción es la actividad política por excelencia. La natalidad y no la mortalidad puede entenderse como la categoría central del pensamiento político, diferenciándose así del pensamiento metafísico aristotélico o platónico.

Todo lo que entra al mundo humano por su propio acuerdo, o voluntad pasa a ser parte de la condición humana; todo lo explorado, conocido, creado, utilizado o alterado por el hombre está condicionado por la existencia humana. El hombre no tiene esencia ni responde a una “naturaleza” si así fuese, solo Dios la conocería y definiría, por ende, nos juzgaría como a cualquier otra “cosa”, es decir, no seriamos un quien sino un qué; de esta manera, la cognición humana (entendida como juicio de cosas naturales, incluidos nosotros mismos) falla al preguntarnos ¿Quiénes somos? Y no queda otra que recurrir a fuentes divinas, religiosas o metafísicas para respondernos.

La acción para Arendt no tiene un fin, no es predecible. Es una visión no determinista ya que el individuo no está en capacidad de dominar o conocer los resultados de sus acciones, este punto es un argumento sólido, el cual suscribo literalmente ya que el problema de la naturaleza humana, no parece tener respuesta tanto en el sentido psicológico individual como en el filosófico general. Resulta muy improbable que nosotros, que podemos saber, determinar, definirlas esencias naturales de todas las cosas que nos rodean, seamos capaces de hacer lo mismo con nosotros mismos, ya que eso supondría saltar de nuestra propia sombra.


La expresión vita activa refleja la acción del hombre en política, o vida dedicada a los asuntos públicos o políticos, de esta manera Arendt define el elemento fundamental que diferencia la eternidad de la inmortalidad;  estableciendo la vita activa como la posibilidad de trascender la mortalidad (ciclo entre la vida y la muerte de un hombre, siguiendo una línea recta sin dejar nada a la posteridad ni a la memoria que permanece más allá de la muerte) y mediante trabajo, actos y palabras el hombre tenga la proeza de, aun siendo mortal, construir cosas que merezcan ser imperecederas y encuentren lugar en el kosmos donde todo es inmortal menos los hombres mismos, pero que por su capacidad de crear legados, hazañas trascendiendo el tiempo y el espacio humano, logren permanecer en la memoria y justifica su estadía en la tierra.


Es así como Arendt nos adentra en una reflexión tan profunda que contrapone y revoluciona todos los conceptos y teorías que desde siempre hemos conocido como paradigmáticas, inmutables y fijas en el tiempo. Haciendo de la filosofía occidental tradicional una fuente de conocimiento ya no absoluto ni impermeable, sino que muestra mediante argumentos sólidos y coherentes otra manera de ver las cosas, permitiendo a quienes estudiamos la teoría política, diversificar nuestra capacidad de análisis y fortalecer nuestro conocimiento mediante contrastes filosóficos de alto nivel epistemológico.