Desde
el punto de vista etimológico el término Igualdad proviene
del latín aequalitas (de aequi, igual), y es “Conformidad de algo con
otra cosa en naturaleza, forma, calidad o cantidad” En matemáticas, es
“equivalencia de dos cantidades o expresiones”. “Cualidad de igual.
Circunstancia de ser iguales las cosas. Circunstancia de ser tratadas de la
misma manera las personas de todas las categorías sociales. Equidad.” Igual
incluye la acepción que está en la base del sentido que nos interesa “de la
misma clase o condición”, y un sinónimo parcial: “par” (DRAE).
De la misma raíz etimológica proviene “equidad”: “igualdad
de ánimo”, “justicia natural, “disposición de ánimo que mueve a dar a cada uno
lo que merece.
En este punto se hace necesario aclarar que una palabra
en si misma puede ser definida simplemente por un diccionario o un glosario,
sin embargo, cuando contextualizamos esa palabra en un tiempo y espacio
determinado, así como, en teoría o un lenguaje
político, económico sociológico o filosófico, su significado adquiere de
inmediato un matiz que puede llegar a contemplar diferencias estructurales
entre los distintos usos que se le dan. Siendo así, nuestro enfoque sobre la
palabra Igualdad, trataremos de
delimitarlo al pensamiento político; procurando comprender, al mismo tiempo, su
fibra filosófica y su fibra teórica.
Ya Aristóteles, muy influenciado por Platón, mencionaba
el término en los tratados filosóficos que adelantaba en el 335 a.C aproximadamente,
cuando consideraba al ser humano de por sí: libre y desigual, rechazando la
posibilidad de participación de las mujeres y los esclavos en la polis. Además,
distinguiendo entre los iguales (los ciudadanos de la polis) un grado de
diferencia en el estatus del gobierno de la polis: la virtud.
Aristóteles comprendía al hombre como un ser desigual y
libre al mismo tiempo en su estado natural, se centraba en la normal
desigualdad que debe existir por la diferencia que hay entre los individuos
virtuosos y los no virtuosos, sin embargo, entre los iguales como ciudadanos,
tanto los virtuosos como los que no, tenían el mismo derecho de participar en
la polis, ya que Aristóteles al fin y al cabo, solo define el modo de gobernar la polis, considerando, a su
juicio, que los virtuosos y más capaces son los más aptos para gobernar.
Pero el punto más relevante se encuentra en la necesidad
de generar igualdad en la polis (entre los iguales, los ciudadanos) y este
asunto lo desarrolla bajo la necesidad de la igualdad en la participación, la
igualdad para acatar las leyes y las normas de la polis, la igualdad para la
disposición del disfrute de los placeres, la igualdad en la posibilidad de
acceder a los cargos públicos, la igualdad en el sentido estricto de la
palabra.
Más adelante, otro gigante de la filosofía; Tomas Hobbes,
como amante de la razón y el orden, definió al hombre como meramente deseo, siendo
esto lo que determina y genera la voluntad. Hobbes rompe con la tradición
aristotélica, renuncia al ideal metafísico y sustituye al hombre aristotélico
por un hombre racional, un hombre liberado de la moral y la virtud. En el
estado natural, desde su pensamiento, Hobbes lo cimenta basándose en qué el
hombre está tan sometido a su necesidad biológica que no piensa realmente en restringirse
moralmente.
Hobbes afirma que el hombre nace igual y libre, pero no
en derechos sino igual en capacidad, algo totalmente novedoso que también rompe
con la visión aristotélica que considera a los hombres desiguales por
naturaleza.
De Hobbes, que ubicó al hombre subordinado a los derechos
naturales y no a leyes metafísicas como hace Aristóteles; debe entenderse que
la primera concepción diferenciada es la igualdad innata, definida como
ausencia de desigualdad a la hora de poder ejecutar todo deseo de voluntad en
el hombre natural. El hombre es diferente pero esta diferencia no genera
desigualdad a priori, todos tienen la misma oportunidad de poder ejecutar sus
deseos, ya que la diferencia no es equivalente a la desigualdad.
La igualdad de oportunidades en este principio
rector de la filosofía Hobbesiana, se halla en la forma natural del ser. El
estado de naturaleza es un estado de igualdad y libertad “donde cada uno tiene
derecho natural a hacer cuanto desee; su derecho se mide por su poder.”
Si nos basamos en la concepción aristotélica adoptada por
el pensamiento de otro contemporáneo de Hobbes, Jean Jacques Rousseau, el
hombre realmente no es igual, no parte de una igualdad de oportunidades. La
desigualdad sin embargo, no se encuentra en lo innato del hombre, se encuentra
en el contexto en el que nace y vive. De aquí el mayor error de Hobbes en su
hipótesis: su fundamentación parte de un hombre cerrado a la interacción y al
contexto. La fundamentación de Hobbes es excelente, sin embargo, olvidó que el
hombre nace en sociedad, no es un ser aislado, nace bajo un contexto que
condiciona una desigualdad que no deriva directamente de la diferencia entre
los seres humanos.
Aunque admitiésemos la tesis de que los hombres nacen
iguales y libres según la concepción de Hobbes y que las diferencias en los distintos
poderes innatos no generan una desigualdad a la hora de poder hacer; si tenemos
en cuenta que los hombres no tienen por qué nacer en condiciones y contextos
iguales deberíamos replantearnos si efectivamente el hombre parte de una
igualdad de oportunidades. De no ser así, y la diferencia de contexto constituyera
una desigualdad innata que no depende de la igualdad real entre seres humanos,
la teoría de Hobbes carecería de todo sentido.
Entonces deberíamos volver a la idea de polis de
Aristóteles, en que los hombres necesitan de igualdad para poder formarse de manera
diferente en función de su virtud, o como en la noción de Hobbes, en función de
la habilidad para utilizar los poderes innatos para la adquisición de poder
adquirido, lo que se llamaría autoridad o jerarquía dentro de una sociedad
organizada. Pues los hombres que nacen libres y desiguales, necesitan del pacto o contrato social para que el soberano
les otorgue la igualdad necesaria, y así cumplir con el principio de igualdad
de oportunidades, que presupone Hobbes, pudiendo entonces desarrollar cada uno
una forma vida diferente de acuerdo a su voluntad de deseo.
Sin duda, pensamientos radicalmente contrarios donde es
posible encontrar puntos tanto de afinidad como de discordancia.
La igualdad desde el Cristianismo
La Igualdad fue identificada y ubicada como uno de los
principales valores humanos, cuya práctica y procura debe signar el ejercicio
de quienes se consideren pueblo de Dios.
El cristianismo fue, precisamente, la religión que proclamó, por primera
vez en la historia, la igualdad del género humano. Desde sus comienzos hasta
hoy, la Iglesia como institución ha luchado contra todo lo que, en las
distintas épocas, constituía y constituye el desconocimiento o ataque a tal
principio; ya sea la esclavitud, la desigualdad de derechos, discriminaciones
y, todo aquello que, en teoría, plantease situación de desigualdad o, en la
práctica, la implicase. León XIII pone de manifiesto esta constante cuando dice: la Iglesia, «maestra legítima de la moral
evangélica, no sólo es consoladora y salvadora de las almas, sino, además,
fuente perenne de justicia y caridad como también propagadora y tutora de la
única libertad y de la única igualdad posible» (Annum ingressi, 19). Para
el Cristianismo como teoría, la igualdad del género humano nace tanto del orden
natural como del sobrenatural. Del orden natural, entendiendo, según León XIII
que todos los hombres han sido creados
por el mismo Dios, “Padre común” y del orden sobrenatural, porque todos tienden al mismo fin, que es el mismo
Dios, el único que puede dar la felicidad perfecta y absoluta a los hombres y a
los ángeles; además, todos han sido igualmente redimidos por el beneficio de
Jesucristo y elevados a la dignidad de hijos de Dios, de modo que se sientan
unidos, por parentesco fraternal, tanto entre sí como con Cristo, primogénito
entre muchos hermanos» (ib.).
Llevado a la práctica, este principio de igualdad refiere
que todos los hombres participen, sin prohibición alguna, en el bien común Todos los miembros de la comunidad deben
participar en el bien común por razón de su propia naturaleza. (Juan XXIII,
Pacem in terris, 5), y es igualmente obligación de los gobernantes y líderes de
las sociedades, facilitar esta participación, evitando y condenando todo lo que
conduzca al establecimiento de desigualdades y ayudando, además, a las débiles
para contrarrestar el desnivel que pueda existir respecto a los más poderosos.
Sin embargo, cabe resaltar que, si bien la Iglesia
proclama una participación de todos los hijos de Dios en el bien común, determina
que tal participación ha de tener diverso grado, según las categorías, méritos y condiciones de cada ciudadano (Juan
XXIII, Pacem in terris, 56). Esto representa una constante doctrinal que distingue
al pensamiento cristiano de aquellas teorías utópicas que propugnan una igualdad
total e integral, y que en definitiva contradicen la natural desigualdad
humana.
La igualdad en el pensamiento y el lenguaje
político
Veamos cómo define el Glosario de Términos Políticos
Usuales la Igualdad Política:
IGUALDAD POLÍTICA: Este concepto se
refiere a las normas de distribución de los valores sociales. No se refiere a
la igualdad de las características personales, sino, por ejemplo, a la igualdad
de tratamiento: A y B son tratados igual no si ambos reciben igual asignación
sino si a ambos se les aplica la misma norma de distribución en forma
imparcial. Políticamente hay dos igualdades que tienen especial importancia: la
igualdad ante la ley (que es la negación de fueros y privilegios y la
compensación de quien no tiene recursos para afrontar su juicio) y la igualdad
de oportunidades, que ante la desigualdad de situaciones existenciales,
socialmente se resuelve garantizando la más plena oportunidad de acceso a la
educación.
Ahora bien, en primer lugar debemos preguntarnos cuál ha
sido el papel que ha jugado la desigualdad entre los hombres en las relaciones
políticas y qué importancia reviste en cuanto a la determinación de la
naturaleza del poder político. Como ya vimos, Aristóteles menciona el caso de
individuos que son absolutamente superiores a otros y a quienes debe prestarse
obediencia porque en ellos hay una ley. Igualmente pone gran cuidado en advertir que tal
excepcionalidad está totalmente fuera de lo común, siendo lo normal la situación
contraria, es decir, que los hombres vivan en condiciones de igualdad
aproximada, puesto que la polis es una asociación de hombres libres y no de
esclavos y señores, y “debe tender a
estar compuesta por elementos que sean iguales y homogéneos entre sí lo más
posible”. En tal sentido, el concepto de ciudadanía está ligado, también en
Aristóteles, al de igualdad, excepto en el caso antes mencionado: “Son ciudadanos, en el sentido usual del
término, todos los que en la vida ciudadana tienen, a la vez, condiciones para
mandar y obedecer”.
De esta “igualdad” no sólo quedan excluidos de la
dignidad de ciudadanos los esclavos, sino todos los que realizan trabajos serviles
y artesanales que proveen a la polis de los productos básicos necesarios para
su desenvolvimiento.
Siendo esto así, los fundamentos doctrinarios que habrían
de dominar en el pensamiento político occidental no serían los Aristotélicos,
sino otros radicalmente distintos, que, en total antítesis con aquella doctrina
de “desigualdad natural”, afirmarían la “igualdad natural” de todos los
hombres. De tal manera que, no encontraríamos en toda la teoría política un
cambio tan extraordinario y tan sistémico como el que se produce de la tesis
aristotélica a la actitud filosófica posterior, encarnada por Cicerón y Séneca.
De ahí proviene la teoría de la igualdad natural y sobre la naturaleza humana y
la sociedad que encontró su expresión más icónica en el lema de la Revolución
francesa: Libertad, Igualdad y
Fraternidad.
Con respecto a la igualdad, cuesta creer que haya dado
espacio a tantas discusiones y debates teóricos, pues debería ser obvio que se
trata de un principio no empírico, ni que puede confirmarse apelando a los
hechos. Si algo nos ha demostrado el devenir de la historia es que los hombres no son iguales, sino
desiguales, y que también lo son en la esfera política, donde unos mandan y
otros obedecen, unos tienen poder y otros no. Lo que hay que puntualizar es
algo tan simple como que el principio de igualdad entre los hombres referido a
la esfera política, no es una proposición descriptiva, sino normativa, es
decir, una afirmación acerca de una regla a adoptar y una dirección a seguir,
no acerca del estado de cosas existentes.
El principio de igualdad no es afirmación de un hecho,
sino expresión de una elección, reivindicación de un valor que se remonta a los
orígenes de nuestra civilización y del que no podemos renegar sin renunciar a
ser nosotros mismos. Fue precisamente la Revolución Francesa, el momento que
marco un punto de inflexión, a partir del cual el concepto de igualdad entraría
en vigor como elemento constitutivo de la política. Comenzando por sus
enunciados en los Derechos Del Hombre Y Del Ciudadano De 1789
“Art.
1º. Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las
distinciones sociales no pueden estar fundadas sino sobre la utilidad común.
(...)”
El ser se declara. La palabra dice lo que es. No hay
sustentos argumentales. Libertad e igualdad son afirmaciones originarias de un
mito. La palabra decreta, crea. Más que llegar a ser por la ley, la igualdad es
ley; es la constitución de una sociedad. Así adquiere eficacia histórica y, de
esa forma, pesa en los cambios fácticos. Aunque lo que diga no sea real, tiene
sentido e influye en la historia y su desarrollo.
Con la declaración de 1789, La igualdad ya no es respecto
al modo humano natural de vivir, sino respecto a los derechos del hombre; es
decir, supone vida en sociedad, con derechos, no sólo naturaleza. Para el
filósofo y profesor argentino Mauricio Langón en su trabajo denominado Igualdad, esta Declaración, es un cambio
de las concepciones anteriores: la
igualdad ya no se inserta en la dicotomía estado natural / estado de sociedad.
Se es humano en derechos. Si hay distinciones (no desigualdades), éstas sí
deben fundarse, y en razones de utilidad común. Donde de hecho no hay igualdad,
no hay derecho. Las leyes deben partir del reconocimiento de la igualdad entre
los hombres como derecho, ahí donde de hecho no hay igualdad. No restituyen
igualdades perdidas: deslegitiman toda desigualdad. Pero es conflictiva la
introducción del concepto de distinción, que entra en conflicto con la
igualdad.
Por ahí entrarán luego tensiones de la igualdad entre los
seres humanos con la diversidad entre los mismos, que pueden confundirse con
desigualdad. La noción de igualdad se desliza hacia las de indiferencia,
homogeneidad y otras, que degradan el concepto. O implican su abandono, o lo
difuminan en otros más blandos (equidad), o introducen gradaciones que lo
niegan (hablar, por ejemplo, de mayor o menor igualdad o desigualdad). Pero
igualdad no remite a una sustancia: es (y sólo puede ser) determinada relación
entre dos o más cosas o aspectos. Se da o no se da. La igualdad no puede
cuantificarse: son las cantidades que son o no iguales.
La Declaración (1789) dice cómo debe ser la ley. La
igualdad se traduce en ésta como mismidad o identidad, donde no hay relación
sino autorreferencia. Si quedaba expreso en el artículo 1º que los hombres son
iguales en derechos, ahora, los ojos de la ley redefinen la igualdad sólo para
los ciudadanos. La Declaración cierra el círculo: crea hombres que son iguales
en derechos –no en tanto naturalmente hombres, sino en tanto políticamente
ciudadanos- y crea un derecho (una ley) que debe ser (ya que fácticamente no lo
es) la misma para los ciudadanos iguales en derechos; incluso el de hacer la
ley que los ve como iguales.
De esta manera, la igualdad natural de todos los hombres
no anula ni puede anular las desigualdades personales, en primer lugar, porque
debe ser respetada la condición humana, que no se puede igualar en la sociedad
civil lo alto con lo bajo. Hay, en efecto, por naturaleza entre los hombres
muchas y grandes diferencias; no son iguales los talentos de todos, ni la
habilidad, ni la salud, ni lo son las fuerzas; y de la inevitable diferencia de
estas cosas brota espontáneamente la diferencia de fortuna.
Todo esto en correlación perfecta con los usos y
necesidades tanto de los particulares cuanto de la comunidad, ya que la vida en
común precisa de aptitudes varias, de oficios diversos, al desempeño de los
cuales se sienten impelidos los hombres, más que nada, por la diferente
posición social de cada uno. El Profesor Langón afirma que el concepto de
igualdad en la Declaración de 1789, no puede ocultar su origen teológico, y que
esta “se las arregla para recuperar la
trinidad básica, pero por la vía de presentar la fraternidad, que choca tanto
con el individualismo de la libertad, como con la insuficiencia de la mera
igualdad para constituir sociedades humanas, como un deber (no como un derecho)
que complementa “afectivamente” el mero cálculo de la igualdad”.
Al no existir una intervención de los gobernantes, a
través de la ley, que modere las injusticias surgidas de las distintas
capacidades y poderes de individuos y grupos, a la luz de la doctrina social,
todas aquellas teorías que, bajo uno u otro nombre, proclaman una igualdad que
degenera en una nivelación mecánica, en una uniformidad monocroma será invalida
e inaplicable en la dinámica política.
La Revolución Francesa tuvo como una de sus consecuencias
que la cuestión social se
situara, por vez primera, en el esquema político de entonces, no sólo como
problema moral, sino como tema práctico reincidente que representaba un
conflicto real y amenazador entre los ricos y los pobres, entre los
propietarios y los no propietarios, entre las clases privilegiadas de la
antigua sociedad y los no privilegiados del “Tercer Estado”. En la Revolución
Francesa los campesinos consiguieron la tierra y la liberación de las reivindicaciones
feudales. Los obreros, sirvientes y artesanos de las ciudades no obtuvieron
ventajas económicas. En 1793 la Constitución proclamada les garantizó los
derechos políticos, pero ésta nunca llegó a aplicarse. Los pobres de las
ciudades pasaron a engrosar las filas de los grupos más violentos y radicales,
combinando y agudizando el reclamo de los derechos del ciudadano con las
exigencias de trabajo, respeto, igualdad y pan.
Considero prudente mencionar el movimiento posterior a la
revolución Francesa conocido como La Conspiración de los Iguales que
representó según algunos autores “el primer movimiento socialista del pueblo”.
Sus ideas de comunismo y de igualdad social habían sido tomadas de Mably
(1709-1785) y de otros filósofos utopistas del siglo XVIII. Lo novedoso era la
transformación de estas ideas utópicas en una forma de movimiento social que
aspiraba al cambio inmediato de la sociedad existente y de sus instituciones,
tanto económicas como políticas. Fue un movimiento minoritario, que alcanzó a
dirigir a sólo una parte de los tantos que habían descontentos. Fue una
conspiración de pocos y no un movimiento de masas; trató de ganarse a los disgustos
generados por el hambre y la carestía que signaron el período posterior a la
caída de los jacobinos.
La igualdad en la
Declaración Universal de Derechos Humanos (1948)
A diferencia de la Declaración que le sirve de base
(1789), ésta se da en la esfera internacional, que se pretende Universal, y habla
de Derechos Humanos (haciendo menos abstracta la fórmula y sin distinguir derechos
ciudadanos). Esto le aportó una considerable fuerza moral y gran difusión en el
escenario mundial. Sin embargo, su potencial transformador de la realidad no
tuvo el impacto constituyente e inmediato de la de 1789. Se fue extendiendo
paulatinamente, impactando en la conciencia y el pensamiento de la humanidad y
originando varias generaciones de Derechos. Ha inspirado el modo de pensar y la
producción de leyes en gran parte del mundo. Y en la actualidad sigue arrastrando tensiones
de origen y generando otras en su camino.
Comprendiendo la
Igualdad
Si hacemos el esfuerzo de extraer la igualdad de su uso
dogmático y, a veces, inorgánico en los
modelos sistemáticos estudiados, y procuramos entender cómo opera a fin de
tenerla en cuenta frente a nuestros problemas actuales, la igualdad ya no
aparecería como un principio teórico, sino como un “artilugio”, como un
producto humano que podría ser un instrumento práctico, pero considerando que
la lengua misma es un sistema, una atmósfera en la que vivimos y nos
relacionamos; que nos constituye, más que una herramienta que podríamos manejar
a nuestro placer; y tomando en cuenta la historia de la palabra incidir
efectivamente en los cambios políticos estructurales que la sociedad demanda.
Para Norberto Bobbio (un filósofo igualitarista sin duda) prácticamente todos
los enfoques referidos al debate ético de las condiciones sociales han
defendido alguna clase de igualdad, con lo cual se puede inferir que todos son
igualitarios en algún sentido y que la afirmación por la igualdad en realidad
no dice nada por sí misma, asimismo sostiene que cada enfoque tiene su propia
interpretación de lo que considera la igualdad basal, la igualdad de
alguna característica individual que se toma como básica para esa particular
concepción de la justicia social.
A la vez,
invariablemente, mientras se resalta la igualdad en un aspecto se la niega en
otros, porque las demandas de igualdad en los diferentes espacios tienen a
oponerse entre ellas y, a veces, hasta resultan incompatibles o implican
aceptar desigualdades en lo que se entiende como escenarios periféricos. Y,
sumado a ello, defender la completa igualdad en todos los aspectos es imposible
e irrelevante; ya que la diversidad humana en todos los sentidos hace que
intentar referirnos a la igualdad absoluta sea una pérdida de tiempo. Del mismo
modo, no se puede analizar la cuestión de la igualdad identificando aquellos autores
que están a favor y aquellos que están en contra, porque ello implicaría sacrificar
el aspecto central de la cuestión haciendo interminable el análisis.
Siguiendo con Langón, éste nos invita a desconfiar de los
conceptos que no hemos creado nosotros mismos. Igualdad dice que dos o más
cosas no difieren en cierto aspecto. En relación a lo humano dice que dos o más
personas no difieren (por ejemplo, en dignidad y en derechos). Cuando esto
ocurre entre algunos humanos, se dice que son iguales o pares; supone que se
reconocen entre sí como iguales. Cuando es preciso que alguno de ellos sea
distinguido de los demás eso no rompe la solidaridad o fraternidad que sostiene
la igualdad básica, y se puede expresar en fórmulas como: “primus inter pares”.
Esa solidaridad o fraternidad, según Langón, no se rompe tampoco cuando, en su
interior se desarrollan complejas organizaciones jerárquicas y fuertes luchas
de poder entre iguales.
La igualdad, afirma el profesor, se sostiene en
fraternidad. En la historia occidental esto ha ocurrido con los grupos
dominantes, cuya fuerza reside en esa fraternidad que, a la vez que pone como
iguales a sus miembros, pone como inferiores a otros que reconocen la
superioridad de los primeros. Es la igualdad como cohesión interna de un grupo
que goza y ejerce privilegios de los que otros están excluidos. Cuando se hacen
fuertes otros grupos que llegan a identificarse en su lucha por mayores cuotas
de poder, recurren a la misma idea de igualdad, pero cambiando su sentido al
generalizarla para todos. En el específico modo de dominación en que surge, lo
que garantizaba la prevalencia de cierta clase social era una diferencia de
naturaleza, de nacimiento. De ahí la fuerza fáctica de las Declaraciones de
Derechos. Pero esta conceptualización deriva de la que garantizó la prevalencia de
determinadas clases y determinada cultura, fundando sus privilegios y derechos
sobre los de otros, como superioridad natural y cultural. En este origen de
estar al servicio de unos contra otros radican las principales tensiones actuales
de la igualdad de todos. Tanto las que tienen que ver con los esfuerzos por su
ampliación, como con las luchas por su realización. Porque todos no pueden ser
nunca todos para un concepto que implica su contrario, la desigualdad.
Siempre que decimos que todos los hombres son iguales y
se nombra ese concepto de igualdad, queda planteado inevitablemente: ¿quiénes
son los desiguales entonces? Y ¿quiénes son los excluidos de una verdadera
igualdad de dignidad y derechos, aunque se la reconozca expresamente? Problemas
que tienden a perpetuarse en todos los niveles de todas las actividades
humanas.
Desigualdad de los grupos humanos por ejemplo; la
igualdad no fue pensada entre grupos o sociedades sino entre individuos. Aunque
originada por grupos visiblemente reconocibles, la igualdad se presenta universalmente
como igualdad entre sujetos, independientemente del grupo territorial,
cultural, social, económico o político al que pertenezcan. La reivindicación de
igualdad (aunque la igualdad es una relación) aparece como reclamo de derechos
individuales universales, más allá de cualquier mediación grupal,
deslegitimando cualquier ley que no sea universal, o sea, pretendiendo
universalizar las particularidades de una cultura dominante. Son tanto
prácticas como teóricas, pues el reconocimiento de otras culturas como iguales
a la propia, sigue apareciendo como un relativismo inaceptable a los ojos de la
cultura en cuyo seno se forjó la idea de igualdad.
Igualmente en el camino de “reducir” desigualdades, el término
mismo se va deformando y se van creando de forma vertiginosa nuevos conceptos
distintos de la igualdad, con la que entran irremediablemente en conflicto para
sustituirla o negarla en el campo formal o en el teórico. Conceptos como discriminación negativa, paridad o equidad por nombrar solo
algunos, invierten el sentido de
igualdad con afirmaciones que lejos de fortalecerla, la destruyen. La
utilización de estos conceptos para sustituir o reemplazar el de igualdad,
preocupan de igual forma, por cuanto desvían en concepciones graduales de la
historia que estiman progresos teóricos fácticos, con pretensiones de
considerarse paradigmas irrefutables.
En este sentido, una relación de igualdad es, en
definitiva, un fin ansiado en la medida que es estimado como justo, y
comprendemos lo justo como la vinculación con un orden que hay que establecer o
restablecer, con un ideal de armonía de las partes del todo.
Como hemos podido precisar, mediante un estudio que aun
deja mucho a la investigación y al debate epistemológico, el termino igualdad
representa una deuda histórica que aun persigue la humanidad, y que ha sido
asumida bajo distintos enfoques; en algunos casos como bandera a levantar y en
otros como blanco para atacar.
Reivindicada la mayoría de las veces, por ser una palabra
que “suena bien” y adorna los discursos políticos, la promesa de la
igualdad real ha pretendido y aun hoy pretende arrastrar
masas y convencer incrédulos que, por siglos, han presenciado la destrucción y
tergiversación de esta compleja palabra. Y precisamente por su complejidad y
amplitud, ha sido tan difícil aplicarla de forma efectiva en los modelos de
sociedad que han querido hacerlo.
En este sentido, se hace necesario entender la igualdad no
como un valor sino como un hecho, que lo es sólo en la medida en que sea una
condición necesaria, aunque no suficiente, de la armonía del todo, del orden de
las partes, del equilibrio interno de un sistema que pretende ser justo.
Porque ha sido y es un concepto crítico, motor de
justicia e impulsor de utopías necesarias para continuar en la búsqueda del
bien común. Y porque un trabajo teórico que lo analizara sistemáticamente,
encontraría quizás un aporte magistral que permitiría aplicarla en pro de la
verdad y la justicia.
Hacer concreta y palpable la igualdad, es desplegarla
plenamente desde sí misma, desde la capacidad de cada uno y colectiva de
potenciarse mutuamente en comunidad de iguales: la afirmación radical de la
igualdad de los seres humanos en la construcción de una cohesión social
igualitaria.
Reconocer la
igualdad de las culturas (como de las personas) es reconocerlas como iguales en
su diversidad. Reconocer la diversidad del otro como igual a la mía, el trato
diverso fundado en la igualdad podría ser un camino a recorrer para avanzar en
la articulación de una nueva alianza social igualitaria. No simple tolerancia
sino alteridad y comprensión; incluso de las radicales diferencias entre
iguales, que imploran el mutuo entendimiento.